Para La Guajira, 2024 fue un año de impacto social y territorial en la protección de los derechos de la infancia
Para La Guajira, 2024 fue un año de impacto social y territorial en la protección de los derechos de la infancia
La mala estrategia en la política de seguridad del estado tiene en jaque a las regiones
Por Juan Loreto Gómez Soto - Representante a la Cámara por La Guajira
Colombia atraviesa una de las crisis de seguridad más graves de los últimos años. No es una percepción: es una realidad respaldada por cifras oficiales. El propio Ministerio de Defensa y el Observatorio de Derechos Humanos y Defensa Nacional revelan un dato alarmante: en apenas tres meses, los asesinatos de miembros de la Fuerza Pública en actos del servicio se incrementaron en un 128% respecto al mismo periodo del año anterior.
Lo que estamos presenciando no es un problema coyuntural, es una fractura estructural. La violencia se ha normalizado, los criminales desafían abiertamente al Estado, y las instituciones locales, especialmente en territorios como La Guajira, están siendo reducidas a meros espectadores sin capacidad real de reacción. La tragedia reciente en zona rural de Riohacha, donde un subintendente del Gaula fue atacado y su hijo de 15 años asesinado, no es un hecho aislado. Es el reflejo de una institucionalidad debilitada y una estrategia de seguridad desconectada de los territorios.
En los últimos quince días, cerca de 30 miembros de la Fuerza Pública han sido asesinados. La extorsión, el secuestro y la trata de personas se disparan a niveles inauditos: 74%, 155% y 333% respectivamente. ¿Qué más tiene que pasar para que se reconozca que el modelo de seguridad actual ha fracasado?
Está fallando la ejecución y la concepción misma de la estrategia. Una política de seguridad que no se construye desde el territorio está condenada a ser irrelevante. Sin olvidar que los presupuestos asignados en 2025 a Fuerza aérea, Armada, Policía y Ejercito disminuyeron considerablemente limitando su margen de maniobra. Sumado a ello, la ausencia de diagnósticos diferenciales, el desbalance entre lo político y lo operativo, y la falta de canales reales de coordinación con las autoridades locales, revelan una política nacional desconectada de las regiones. La seguridad no se decreta: se construye, se ejecuta, se siente. Y hoy, en muchas regiones del país, no se siente.
Los datos no son lo más grave. Lo realmente peligroso es el mensaje que el Estado está enviando con su ausencia, su lentitud y su incapacidad para proteger a los ciudadanos. La autoridad civil está siendo sustituida por la presión armada de grupos ilegales que hoy controlan zonas enteras del país. Mientras en Bogotá se habla de paz total, en los territorios vivimos una guerra dispersa y constante que no da tregua.
La paz no puede ser una declaración política desconectada de la realidad. La seguridad debe dejar de ser un concepto abstracto para convertirse en una acción concreta, visible, eficaz. No hay paz posible sin presencia estatal continua. No hay institucionalidad creíble si el Estado abandona su deber de garantizar la vida y la libertad de sus ciudadanos.
Como Representante a la Cámara por La Guajira, soy testigo del esfuerzo que hacen las comunidades por resistir, por no rendirse. Pero ese esfuerzo tiene un límite. La ciudadanía está cansada de promesas. Exige acción, exige que el Estado vuelva a ser Estado y muestre autoridad.
Colombia no puede seguir perdiendo el control de su territorio. Cada vacío institucional es una oportunidad para el crimen. No podemos permitir que la política de seguridad nacional siga secuestrando la autoridad de las instituciones locales. Urge recuperar el mando, restablecer el orden y proteger con determinación a quienes más lo necesitan.
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